jueves, 6 de noviembre de 2008

Un mundo de todos y uno todos los mundos

Conceptualmente hablando una isla no está aislada de nada: es parte, rizomática y matrixial, de todo un mundo que la comprende, la abarca, la estaciona, la abaraja y la bañera. Es por eso que el naufragio en realidad no siempre emprende soledad ni abarca imaginarios clásicos o hollywoodenses que proliferan las publicidades no tradicionales de compañías como Fedex, UPS o Correos Uruguayos. 
El naufragio en esta época está dado por una conexión/desconexión del ser mismo a sus partes y a sus contrapartes. El ser fragmentado que hizo de sus extensiones no sólo un emprendimiento hacia la robótica y a la fabricación de lavavajillas espaciales, sino una carrera genética de reproducción clónica de su ser dentro de su ser, se ve en conexión con todo el mundo porque sus partes ya no se contienen dentro de su propia materia corporal; y en desconexión, pues la dispersión de esa misma materia corporal, en fragmentos que ya no sólo no le pertenecen en exclusividad, sino que le pertenecen a tantos otros en simultaneidad, hace dificil el encuentro del sí al sí mismo.
Notamos que  una consecuencia de esa satelización de las propias partes presenta una tendencia muy providencial en Igualandia: la obesidad como forma de extasis en la cual el ser humano se pierde en una búsqueda eterna de su cuerpo en su propio cuerpo, recurriendo como siempre al vicio impune de la reproducción y la repetición, creyendo que allí encontrará la solución por suma o multiplicación infinita, cuando en realidad, bien lo supo Deleuze, para buscar en la multiplicidad, siempre N menos uno.
La obesidad es un caso, ya lo analizó Baudrillard. El naufragio es otra cosa. Me refiero al naufragio en pos de una búsqueda de una categorización más emocional, no tan sólo académica. Pues los académicos - y gracias por ello- analizan y estudian estos hechos desde las bases que acarrean todas las índoles de pensamiento y todas las materias filosóficas que a través del tiempo han logrado formular lo que hoy en día se pinta de informulable. Pero lo hacen; y formulan, y categorizan y ayudan a comprender. Pero hay algo que falta en los autores de la posmodernidad. Nos tiran el puntapié del apocalipsis pero no tiran el centro de la acción. Y claro que no. Por un lado, porque se acabaron las utopías, bien lo explicaron. Por otro, porque la acción se conecta con el espíritu y el sentimiento, y ellos, como intelectuales, no navegan por esos ámbitos.
Yo por mi parte, como soy todavía muy ignorante en métodos analítico-filosóficos y todavía aún más ignorante en la cantidad de hojas que hay que devorar para poder hablar de algo, me guío por la intuición de que acá algo no anda bien y de que no vamos a mejorar a menos que entremos a ir para atrás, o para otro adelante. (Sigo en búsqueda del punto Cannetti, aquel que señala el momento en que todo se empezó a ir al carajo, si alguien lo encuentra ruego me avise). Me guío por la emoción porque me envicio con la televisión y con todos los medios que se me cruzan al igual que lo hacemos todos, pero camino por las calles de Igualandia y siento un olor a podrido que ya no es el olor de lo falso, de la mentira encerrada, del gato de la seducción que se escondió un día y nunca más se volvió a esconder. El olor, la peste, el veneno, es el de la realidad simulacro. El intercambio de un trueque insólito y poco rentable: Lo real por los signos de lo real. Así lo dijo Jean Baudrillard y así lo llamo yo. Hasta ahí somos todos intelectuales. Pero venga la emoción a iluminarnos y explicar porqué este fenómeno es tan insólito y a la vez tan poco detectable. Venga el naúfrago a contarnos más de la oralidad protocolar y la gestualidad planificada, de la amistad construída a base de cartulina y la realidad a base de pixeles y sentimientos inyectados en cuadrículas infinitas.
El naufragio es el abandono y es la ilusión de recuperación. Es la navegación por el sistema porque es en parte todos y es la bengala del auxilio de algo que dentro de uno clama en voz difónica: "Hey, tu, muchacho, una vez hubo algo que fue tu mismo, ve en búsqueda de sus restos". El naufragio es una isla entre los escombros de otras islas. 

Segundo Pedacito: de porqué se la comió y después embocó la misma cuchara

Se subió al tren del eterno naufragio confirmando que lo llevaría, eso y nada más, a la estación central de la ciudad de los zoológicos defenestrados. Nunca supo jamás que en ese tren no podía apoyar los pies sobre el asiento, y menos que menos pararse antes de tiempo al acercarse la parada. No supo, pero fue informado por el impretérito cartel de las mil caras de la prohibición. "Tablas de la ley un poroto", pensó y luego se persignó ante el Empire State de sus condensaciones. El tren demoró tres minutos desde la estación de Dover hasta la de Maplewood. Los humanoides se subieron en un lapso promedio de 43 segundos y el señor cobrador del tren violador se acercó hasta el naúfrago en pretención de su boleto. "Usted está viajando en hora pico, 1 dólar 75 por favor". El viajero comprendió por la cara que no era joda, ah no. Abrió su billetera, sacó el dinero, y se la entregó al capataz. Sintió por un momento que había sido violado por un estruendoso pene de esclavo lechoso, pero lo dejó pasar. Quedaban aún tres estaciones hasta llegar a la ciudad por lo cual cerró el orto y miró un rato por la ventana. Todo parecía transitar como en una pesadilla gomórrica de García Canclini hasta que por uno de esos polvos enigmáticos que se introdujo en su fosa, estornudó. Y lo hizo en inglés. Huchiou. 
Aún con un poco de baba en el anular levantó la cabeza en derrepencia y se percató de la injuria. Todos los modelitos habían alzado sus cabezas e inclinádolas hacia su asiento y como en un coro germánico de monjes dijeron a capella: Bless You, en una especie de ola verbal que empezó en el último vagón y acabó ensuciando la pared. 
Esa fue la primera vez que sintió los síntomas de su naufragio. En vísperas de estornudos o tropezones, o saludos o crisis atencionales o amistades o en compra de cigarrillos, todos, en Igualandia, tenían una reacción preparada, junto con un protocolar sistema de oralidades a emitir en caso de existencia. El viajero comprendió que ese no era un viaje sólo suyo; su viaje era un modelo de viajes ajenos y los carteles su denuncia. Decidió comérsela: agradeció la bendición planificada otorgándole la virtud de la espontaneidad que tanto clamaba. Luego se encontró aislado en una isla repleta y comprendió que gritar auxilio sólo traería más bendiciones.