lunes, 11 de mayo de 2009

Cómo combatir el no-lugar, o cómo no dejar que lo sumerja y contagie.

Un no- lugar se acomete en la tarea de conquistar y adormecer. Hacer transitar, funcionar, llegar. Nunca: permanecer, apropiar, identificar comodidad o mera simpatía. Un no-lugar se convierte en un espacio que simplemente no acoge, baraja. Como a quienes recoge un aeropuerto, quintaesencia del no-lugar y viceversa. El ejemplo magno del tránsito, su figura metafórica por excelencia, su edén y realización. El aeropuerto te come o te deja vivir entre sus fauces. Y hace esto no tan sólo inyectando su suero de funciones y formalidades, protocolos y semióticas. Entra, perforando discretamente, las áreas más profundas y más simples del pensamiento; transformándolo.
Sentado en un sillón ergonómicamente neutro y poco pretencioso, la mente del aeropuertado no sigue las cauces de su típica rutina. Se deja llevar por los carteles y por las indicaciones y los números que estratégicamente ubicados en un área de percepción óptica propicia para la aguja hipodérmica, anuncian dónde y cuando se debe estar en donde se está. Y no es fácil pensar en literatura, o filosofía, o en el amor, o lo que hay en la heladera de casa para cuando llegue. No se piensa ya en el aroma de la calle al caer las primeras hojitas del otoño, ni en la bondadosa sonrisa del cuidacalles que levemente y sin recato se apoya sobre el auto recién lustrado.
Existen formas de combatirlo. Lo importante es darle al determinado lugar un uso para el que no fue dispuesto en esencia. La locación que no acoge debe ser justamente acogida y conquistada en pos de la comodidad y en pos de la historicidad. Guárdese un recuerdo. Escriba una historia. Haga un amigo.
Si usted nota por ejemplo que en el aeropuerto la señorita del quiosco no lo mira, se encuentra sin duda frente a una de las consecuencias más diabólicas del no-lugar. La misma le cobra, le da la plata, lo asesora, lo atiende, lo acomoda pero no lo mira. No es su culpa, es culpa del lugar que le da empleo. Sorpréndala. Háblele como si la fuera a volver a ver mañana. Sonríale. Pregúntele sobre su familia y sobre sus amigos, quizá también sobre sus gustos. Recuerde su nombre. Ella no notará su astucia ni su causa pero usted bien sabrá que esta dando un uso no correspondido del aeropuerto. ¿Sabe qué? Ni bien tenga ocasión, siéntese en el piso. No sólo en el aeropuerto, en hospitales, plazas, cajeros automáticos por qué no, haga uso inapropiado del piso que parece resbalar porque lo único que pretende es que usted se mueva, que pase, no que permanezca sentado de piernas cruzadas, fumándose un cigarrillo o leyendo un libro. El cajero automático si lo piensa es un excelente lugar para desarrollar toda esa lectura que nunca logró concretar por causa de la polución acústica del living de su casa. Lea Don Quijote en el cajero. No se deje interrumpir. Inserte su tarjeta, digite su clave y retome la pagina número dos pensando en algún lugar de la Mancha.
Si usted siente que en un no-lugar su pensamiento rápidamente se desvía a lo trivial de los horarios o lo puramente narrativo de las folletería comerciales, deténgase en un lugar inapropiado y medite. Déjese sentir y respire hondo. Sienta que está en un lugar plenamente hospitable, que hay una estufa a leña acariciando sus nervios con ruidos de chispitas y chispotes. Quémese. Total… No se sienta intimidado, mire a la gente a los ojos y examine sus objetos. Las valijas dicen muchas verdades acerca de la gente. Sus almohadillas de avión también. Sus compras de supermercado, una biografía entera. En fin, no desperdicie la oportunidad de desear buen provecho, decir salud, preguntar la hora, indicar el baño, acariciar un perro, ofrecer fuego, cantar una canción.

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